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“Señor, queremos que sean abiertos nuestros ojos” 

Que el amor, la gracia, la paz y el gozo de nuestro Señor Jesucristo sean plenos y rebosantes en ustedes, amados hermanos, amén.

El Señor Jesús es inmenso en misericordia, amor, poder y paciencia para con quienes le son enviados del Padre. Él sabe que lo que el Padre le da está especialmente confeccionado desde la eternidad para él y por eso el Señor y Salvador nuestro se brinda también. Sabe que somos dependientes de él para todo y le enorgullece que seamos fieles a su palabra y obedientes a sus preceptos y mandamientos.

En el anterior capítulo, el Señor cerró con una frase de poder que contrasta y deshace la obra del mundo: “… como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y dar su vida en rescate de muchos”. Se maneja con tal congruencia que inmediatamente en el pasaje que nos toca hoy meditar por el Espíritu Santo comprueba el dicho, como podemos leer a continuación en Mateo 20:29-34:

29 Al salir ellos de Jericó, le seguía una gran multitud. 30 Y dos ciegos que estaban sentados junto al camino, cuando oyeron que Jesús pasaba, clamaron, diciendo: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros! 31 Y la gente les reprendió para que callasen; pero ellos clamaban más, diciendo: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros! 32 Y deteniéndose Jesús, los llamó, y les dijo: ¿Qué queréis que os haga? 33 Ellos le dijeron: Señor, que sean abiertos nuestros ojos. 34 Entonces Jesús, compadecido, les tocó los ojos, y en seguida recibieron la vista; y le siguieron.

Refiere el texto bíblico citado que, tras dar la enseñanza sobre el asunto de Juan y Santiago, pronto ejemplifica en sí mismo de lo que da cátedra al salir de la ciudad de Jericó. Como en aquellos días se tenía por costumbre tener a los pobres, lisiados y limitados en las puertas de lugares concurridos para captar la misericordia de alguna persona que les diese algún objeto de valor o bien dinero para sustento, al ser ellos relegados de la aristocrática manera de vivir de los judíos, ya apartados de la fraterna manera de vivir como Dios lo había instituido en Su ley.

El pueblo estaba romanizado y, por tanto, ya no representaba los ideales espirituales que Dios dio a Moisés siglos atrás. Entonces, a las afueras del templo, plazas y mercados y las puertas de entrada a las ciudades se congregaban estas almas en pena y necesidad para rescatar algo de piedad o lástima que les permitiese mínimo vivir un día más.

Entre tantos, dos ciegos, esperanzados y sin nada por perder, estaban fieles a su causa de ser ayudados, rescatados y auxiliados por Dios de alguna manera, pero que de momento su imposibilidad de ser independientes los tenía sujetos al sentido del oído, su bastón y su clamor continuo por ayuda.

Era Jesús conocido ya en todo Israel y más allá de sus contornos de muchas maneras: por los principales como un instigador y destructor de su religión; por los romanos, por otro más, que se levantaba a dar esperanza a su pueblo; por el pueblo, como un profeta, un hombre de Dios y algunos pocos como el Mesías hijo de David que vendría a conquistar y liberar al pueblo y reinstaurar el reino.

Los ciegos buscaban al Jesús que sanaba, pues sus milagros eran anunciados entre las multitudes y ellos, al estar en una posición estratégica podían inquirir de qué hablaban los testigos oculares al respecto. Por tanto, en su corazón albergaron la esperanza de que quizá algún día él pasaría por donde ellos estaban y así aprovecharían con todo ese único chance en su vida. ¡Imagínense! Salir de estar apostados siempre en una posición limitada, incómoda, sabiendo que podían dar más que solo estar ahí: de pie o sentados esperando migajas. Estos son los valientes que arrebatan el reino.

Llega pues, el momento cumbre: lo que siempre albergaron como posible, Jesús habría de pasar por su trinchera de petición continua (Meditar en esto en el Espíritu sobrecoge hasta las lágrimas). La multitud que atiborraba la presencia física de Cristo no permitió que él los viera, pero él sabía quiénes eran y que vendrían a él. Nuestro amado Señor pasó por ahí para encontrarse con ellos.

Y ellos, fieles a lo único que tenían consigo: su necesidad imperiosa de ser escuchado para recibir algo, comenzaron a gritar a todo pulmón: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros!” Era la única vez que el Cristo podría ayudarlos y fueron valientes, muy valientes. Si alguna vez compitieron por ser oídos, aquí fue su mayor desafío, porque la multitud los increpó, al creer que ellos pedirían como siempre, limosna. Tuvieron el arrojo, la fe, la fortaleza, el temple para desoír los regaños y ahogar aún más su voz en repetir: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros!” con tanto fervor que el Señor Jesús los oyó, a pesar de la algarabía.

Se acerca y él movido a misericordia -porque los vio ahí, solos, sin alguien que viese por ellos y ellos clamando al único que de verdad podría oírlos- les preguntó: “¿Qué queréis que os haga?” Y ellos, pudiendo haber pedido lo que fuera, con fe y enorme confianza solicitaron lo imposible: que sus ojos fueran abiertos.

A ciencia cierta ellos no podrían haber oído la predicación exacta del Señor Jesús, porque él andaba para todos lados y atendía a muchos, así que para cuando alguien quisiera haberlos llevado a oír al Maestro él ya se habría retirado. En virtud de lo anterior, ellos aun de las migajas del testimonio que otros daban sobre nuestro amado Señor Jesús, recogieron lo mejor y a eso se apegaron: simplemente creyeron en él. Oyeron que sanó y sin ojos, pero con oído y corazón supieron que era enviado de Dios.

Solamente pidieron una cosa: lo imposible para los hombres y lo posible para Dios y el Señor Jesús se compadeció. Él, poderoso Hijo del Hombre y Salvador de la especie humana simplemente tocó sus ojos y al instante fueron sanados.

Eso significó que fueron liberados de su cárcel que es la ceguera. Nunca habían visto en su vida y lo primero que vieron fue al Autor de su salvación. A la voz que les preguntó con amor, misericordia y poder le vieron presencia poderosa. La ceguera es una cárcel incapacitante, porque te hace dependiente de personas, dispositivos y herramientas para sustituir la falta del elemento de percepción del espacio tridimensional circundante.

Como vieron, supieron quién les hizo el bien y salidos de su cárcel oprobiosa, le siguieron. Como nada tenían que los atase a esas puertas, como ser relegados y humillados por un mal que nadie cuidó en ver por ellos no era lo que querían y como sabían que estaban hechos para algo más, encontraron su destino: ser testimonios vivos del poder sanador de Jesucristo, el Hijo de Dios.

¡Quiénes mejor que ellos para ser heraldos de la Verdad de Dios!  Le siguieron hasta donde el Señor les permitió y ellos continuaron predicando y confesando el milagro de Cristo en ellos.

Aunque la escritura ya no menciona su quehacer posterior, el mismo Espíritu nos da luz que estos dos ciegos fueron testigos vivos del amor y misericordia de Cristo y mientras ellos vivieron convencieron a otros sobre la misión del Señor Jesús en esta Tierra.

Así que, amados hermanos, seamos como ellos en cuanto al poder de confiar totalmente en nuestro Señor Jesús. Desoigamos a quienes nos dicen que no valemos, no somos y no merecemos amor o misericordia de Dios, nuestro Padre.

Hay muchos ciegos que esperan ser abiertos de sus ojos espirituales. Esperamos en el Señor Jesús que pronto sean liberados y nos ayuden a sacar adelante esta misión evangelizadora.

Que el amor, la gracia y paz del Señor Jesús sea en todos ustedes, amados hermanos, amén.

 


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