¿Por qué el lamento de Cristo sobre Jerusalén?
- Cuerpo Editorial
- 1 feb
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Que el amor, la gracia, la paz y el gozo de nuestro Señor Jesucristo sean plenos y rebosantes en ustedes, amados hermanos, amén.
Hemos estado al pendiente y leído con profundo fervor y respeto sobre lo que el Señor Jesús tiene el poder, la autoridad y la firmeza de juzgar y señalar, separar y discriminar lo bueno de lo malo. Desde aquel pasaje donde lo acosaron, apretaron, cuestionaron, tentaron y resistieron, siguió su único mensaje firme, su declaratoria de rompimiento de toda relación con esos falsos servidores de Dios y el fin de su existencia para Él.
No nos queda más que rogar que jamás caigamos en esa apostasía abominable y también agradecer seamos librados de ese ominoso mal. Recordemos que Dios es quien pone las obras y nosotros somos quienes las hacemos o no las hacemos.
En el tema de hoy, el Señor Jesús hace otro lamento, pero ahora no de hartazgo e ira, sino más bien, de decepción y desilusión, hacia sus hermanos, el pueblo de su Dios y Padre. Lo hace en la cabeza, Jerusalén, ciudad capital y asentamiento elegido por el mismo Dios para que fuese Su habitación y testimonio ante las naciones. Leamos pues, lo que la escritura registra para mejor contexto de lo que se quiere tratar hoy, Mateo 23:37-39:
37 ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! 38 He aquí vuestra casa os es dejada desierta. 39 Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.
Esta ciudad en su esencia misma se pudrió hasta los cimientos. Creyó tontamente ser el origen, la causa y el efecto. Olvidó que fue elegida por el Creador de todo lo visible e invisible y fue obtenida por precio, no nació siendo lo que es. Olvidó su origen gentil e ignoró su condición de ser santificada por Aquel que la habitaba. En esta soberbia estulta, se asumió como autosuficiente y gradualmente la sociedad que la habitaba dejó de ser fiel al pacto instaurado por los antiguos padres. Su templo fue saqueado, destruido, mancillado, su reinado fue corrompido hasta el tuétano y sus casas escondites de pecado. Nada de lo que se suponía que debía hacer, hizo.
Se olvidaron de su Dios, se olvidaron del pacto, resistieron al evangelio del Señor Jesús quien la caminó no pocas veces, quien enseñó a multitudes y pocos fueron a creerle, solo los más necesitados; pero los ricos, poderosos, conectados políticamente meneaban la cabeza, se reían, lo injuriaban, lo despreciaban. Desoían porque no creían que ese hombre pudiera ser el Hijo de Dios, pues su corazón estaba incrédulo y su vista desaprobaba lo que su humanidad humilde ofrecía.
Y el motivo de su lamento lo dijo: mató a los profetas y apedreó a los enviados. Es decir, fueron los autores materiales de esos actos abominables los anteriores sátrapas del mal los intelectuales. Y la ciudad no mostró piedad, arrepentimiento ni tampoco disposición a enmendar su mal proceder. Por esto también Jesucristo dictaminó su juicio en el aspecto terrenal: ser dejada desierta hasta que aprendiese a decir bendito el que viene en el nombre del Señor. Es decir, no la condena como a los otros, sino que la enjuicia y castiga para que aprenda disciplina y obediencia y esta lección habrá de durar siglos.
¿A qué se refiere ser desierta? En el sentido literal, que será destruida y nadie morará en ella por un buen tiempo, como sucedió y veremos más adelante.
Y en el sentido espiritual, a que para siempre dejará de ser testimonio de Jesucristo, su evangelio y la iglesia. Si bien no fue condenada porque fue la ciudad elegida por Dios, Jesucristo, al ser despreciado por ella, él la abandonó y ahora donde haya al menos un creyente de él, ahí está su ciudad de habitación y reposo. Donde haya una congregación o iglesia, esa población es el lugar de residencia del Señor Jesucristo, es decir, cuenta con miles de capitales espirituales y Jerusalén pasó a ser una ciudad más. Ya perdió toda gloria o jerarquía y hasta que el Señor Jesucristo no venga de nuevo para habitarla y hacerla suya en su reino milenario, es un asentamiento de pecadores, malhechores, ladrones y asesinos, como cualquier otra y cualquier congregación de Cristo en ella es la que la hace poseer misericordia y gracia. Solo hasta entonces, porque ahí le dirán sus santos: bendito el que viene en el nombre del Señor.
Todo por haber despreciado al humilde predicador que la recorrió en su pobreza espiritual y por haber permitido que en sus lares la sangre inocente del Justo fuese derramada entre criminales. Y si la ciudad que una vez fue habitada por Dios, tiene este castigo ¿qué será de las gentiles que sean impías y resistan a los enviados del Hijo de Dios, Señor nuestro?
Que el amor, la gracia, sabiduría y fe del Señor Jesucristo sea abundante en su espíritu, amados hermanos, amén.