Deseamos que la gracia, la fe y el amor de nuestro Señor Jesucristo sea pleno en ustedes, amados hermanos. Desde México extendemos nuestro saludo fraterno espiritual a ustedes, amén.
Amados de Dios y de Cristo. La muerte física supone un desafío terrible para el hombre natural. Ver a un natural ausentarse para siempre, sin importar la relación que se tenga es devastador. El proceso de comprensión y entendimiento que no hay lugar en este mundo para un ser querido, la circunstancia y modo de fallecimiento, el tiempo que se toma el desenlace final en el último suspiro quebranta mente, alma y cuerpo.
Pero en el sentido espiritual, es la carne quien sufre el horror de ver a una congénere desaparecer para siempre. El hecho de que la materia viva se haga inerte en un instante es lo que causa pánico a la carne, sabedora de que no es eterna. Esto se incrementa más cuando el alma no tiene a Cristo ni tiene la promesa del sello de la vida eterna tras confesar al Hijo de Dios como el Señor, Salvador y Maestro.
Por eso desde tiempos antiguos se generan diferentes manifestaciones para acallar, minimizar, olvidar y no poner atención a este destino seguro y para nada querido. Fogatas, veladas, ceremonias, eventos multitudinarios donde en lugar de invocar a Dios y agradecer por Su misericordia de permitir a una persona convivir con nosotros, se celebra al fallecido ya ausente y distante de esta dimensión, se adora a conceptos triviales como “la vida”, se reflexiona en el “destino”, se acuñan frases soberbias como “nadie es indispensable”, “el show debe continuar”, “así es la vida”, “se nos adelantó en el camino”, “está en el cielo haciendo lo que más le gusta”, “ahora nos cuida desde el cielo”, etc.,
¿Se han puesto a pensar que el mismo Padre también vio morir a Su propio Hijo de manera injusta? Y nadie le da crédito. Todos asumen lo que quieren y millones no han dispuesto un poco de conciencia de que Jesucristo murió como cualquiera de nosotros. El Padre también tuvo que esperar al menos por tres días Su Hijo regresase de entre los muertos. Y esa es la esperanza que la carne no tiene acceso, pero el alma sí. Y la carne engaña al alma diciendo que no hay más, que hay cosas indecibles y que todo está aquí.
El duelo, por tanto, debe servir para dar consuelo al alma triste, no a la carne manipuladora; debe dar fortaleza al espíritu alicaído, no a fomentar mentiras ideológicas sobre el destino; recordar que nuestra ausencia será recompensa eterna creyendo en nuestro Señor Jesucristo. Así como él no fue dejado para siempre en la muerte, tampoco nosotros.
Que nuestro duelo sea no perder contacto con el Padre, rogar por respuestas, pero antes, paz y ecuanimidad, sobriedad y, sobre todo, amor. La ausencia del ser querido entre los creyentes debe ser reconfortada con mensajes de esperanza, confort, no dejar y controlar los impulsos imprudentes de la carne y no permitir que el enemigo meta insidias respecto a este necesario proceso de trascendencia, a lo cual llamamos en el sentido espiritual, graduación. El amor del Señor Jesucristo subsanará esa necesidad humana y la mente de Cristo hará que comprendamos el propósito espiritual del por qué era tiempo de partir. En ningún aspecto de la vida estamos ajenos a la protección de nuestro Padre.
Que el amor, la paz y gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con ustedes en su espíritu, amén.
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