Amados creyentes e hijos de Dios dispersos por toda la Tierra: que el amor, la gracia y el poder del Señor Jesucristo sea en todos ustedes, en su espíritu, amén.
El título de este editorial pudiera ser un poco extraño, porque pues al ser practicantes de la fe en Cristo y en concordia con lo hallado en Lucas 8:21: él entonces, respondiendo les dijo: mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen podremos decir con toda confianza que ser “hermanos” es algo que se da por sentado tan solo al creer en Dios y listo.
De hecho, mi padre solía ironizar la hipocresía de ciertos individuos nombrándolos “hermanitos de la religión”, pues estos recitaban versículos, entonaban cantos, discursaban “profecías” y tomaban actitudes dictatoriales dejando de lado la fraternidad, el dominio propio, la misericordia, la fe, el amor, entre otras cosas.
Incluso, el mismo Señor Jesús en persona padeció esta conducta impropia ante los ojos de Dios cuando de él se dice en el Salmo 69:8: “Extraño he sido para mis hermanos, y desconocido para los hijos de mi madre”. En otras palabras, la hermandad entre los hijos de Jacob se disolvió con el paso de los años y Cristo, quien quiso juntar a los polluelos dispersos bajo las alas del amor de Dios en su evangelio fue despreciado, denostado, flagelado y muerto por estos mismos “hermanos” suyos, como da testimonio en Juan 1:11: a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. “Pero ya estaba escrito que habría de padecer”, pueden citarme muchos hermanos; y sí, es cierto, el Señor Jesús vino a padecer injustamente para ser digno de muerte de cruz por causa del amor ¿Pero nosotros? ¡Nosotros con mayor razón! ¿En serio? ¡Sí, porque debemos andar como él anduvo como lo dice en 1ª Juan 2:6: el que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo!
Sin embargo, esta promesa de vituperio y sufrimiento del evangelio es ¡para con el mundo! ¡No es para entre nosotros tratarnos así! De ser así, ¿dónde dejan lo que el Espíritu nos mandata a hacer en Filipenses 2:4: no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros? O sea, que nosotros -los creyentes en Jesucristo- no podemos ser el flagelo de otro creyente de Jesucristo por cuestión de etnia, edad, género, gusto, nacionalidad, idioma, estatura espiritual, como el mundo engañado hace, pues el diablo alimenta odios, envidias y contiendas en las religiones para que estas almas pierdan toda su vida en resolver esas disputas bobas.
¿Y qué hacen los hermanos? Pelean por razones sociales, pastorados, fama, reconocimiento, dinero, poder, influencia, prestigio y dejan fuera la humildad, la santidad, el sacrificio, los frutos del amor, la fe como bastardos peleando por un botín.
Entre hijos no podemos albergar rencores sino participar unos de otros, como hermanos genuinos pues todos fuimos lavados por la misma sangre. El mismo Señor murió por nosotros y el mismo Padre nos espera con ansias en su heredad espiritual, siendo guiados por el mismo Espíritu Santo. Entonces ¿somos hermanos? ¿de quién? ¿De Cristo? ¿O de la religión?
Si decimos que somos de Cristo, ¿oímos la palabra de Dios y la hacemos? Y si nos quedamos mudos y perplejos ¿qué falta para ser victoriosos?
Como conclusión amados hermanos, si nos nombramos y reconocemos como tales, por amor y causa de Cristo no podemos ser ajenos, tratarnos como a extraños, ser indolentes o indiferentes y de hecho, tolerarnos y amonestarnos, siendo de actitud templada, oído dócil y boca sujeta a nosotros. De otro modo, haremos lo mismo que el pueblo judío y seríamos avergonzados.
No olvidemos que en la presencia física del otro hermano está la esencia espiritual de Cristo y dentro de nosotros el mismo Señor Jesús hace la obra de forjarnos como hijos amados por el Padre. No hay excusa que valga para ser más amorosos con los hermanos y cautelosos con los infiltrados; además ser ovejas con mente de serpiente y mansos como palomas.
Que el amor, la paz y la gracia del Señor Jesucristo sea en ustedes amados hermanos, amén.
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